El adiós

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Mis hermanos se habían ido, ahí estaba yo, con el sueño de volar, de estudiar, de conocer una ciudad desarrollada. Estaba imaginando la Gran Guadalajara, ahí entre el asado, con papas, verdura y aguacate, estaba soñando, imaginando, entre la ensalada de pollo y las tostadas de los cumpleaños, entre la caguama y las tortillas.

Mi padre era un comerciante, de esos que traen los camiones llenos de cosas americanas, mi madre una maestra de escuela, de vida, de casa, de amor. Tan diferentes, pero tan iguales, tan distintos pero tan unidos por cuatro hombres que, al paso de los años; fuimos tres por un abrazo de alberca, que fuimos dos por una vida en altamar y que fuimos uno por las mieles de la vida.

-Me quiero ir a Guadalajara, como mis hermanos.

-No, tú, te quedas a ayudarme con el negocio.

Frente a esos lentes me vi, frustrado, encabronado y en silencio. Muchas veces a lo largo de mi vida así me vería. Muchas veces ese reflejo se pone frente a mi y me recuerda lo complicado que éramos Ramón y yo.

Me resigné, Guadalajara no sería, quizá una prepa de la UAS o alguna otra. A veces uno tiene que resignarse, es el mal del hermano del menor, como esos pantalones flojos y guangos, como esos cuentos del Kalimán releídos, como esos regalos que el Santo Clos misteriosamente cambiaba, como todo eso, me había tocado quedarme en casa, para ayudar a Ramón.

En la noche, antes de dormir, los recuerdos vuelven, los perros que mordían mis pantalones cuando iba en la bici, las noches bohemias de mi padre, el alcohol, los cigarros, quería irme sin ningún remordimiento, quería irme porque mi madre siempre será mi madre y mi padre no dejará de ser mi padre, quería irme porque mis hermanos nunca serán mis hermanos de niñez y porque tenía que hacer mi vida. Quizá solamente sean tres años aquí y después me voy, pensé tranquilo y me dormí.

Desperté y estaba Ramón desayunando unas migas. Mi madre no volteó.

-Te vas para Guadalajara, allá te esperan.

-Ok

Sin ninguna emoción, sin ningún abrazo.

Llegamos a la central camionera.

Compramos los boletos, me dio unos pesos.

-Allá te esperan.

-Ok.

Sin ninguna emoción, sin ningún abrazo.

-Adiós

-Adiós

Sin ninguna emoción y sin ningún abrazo.

Encontré mi asiento y por la ventana busqué a mi padre, ya no estaba. Así fuimos, sin abrazos. Con acciones. La paternidad y la vida entera.

De ese adiós vino Guadalajara, vino la vida, vino todo. Por eso me fue fácil decirle adiós al final, cuando decidimos llevarnos bien por la paz mundial, cuando nos descubrimos adultos, cuando en el reflejo de esos lentes descubrí que sin ese primer adiós no sería lo que soy, lo que eres, lo que es este texto.

Los recuerdos me alimentan, la memoria no se marchita. Volví. Volvimos muchas veces. Volvimos a decirnos adiós tantas otras. Del adiós nace lo nuevo. Y muere lo viejo.

Quizá mis padres reflexionen diferente sobre el adiós, esas despedidas trajeron de regreso cada vez menos miembros de la familia. El adiós estaba dicho, estaba hecho.

Para mi, el adiós fue el inicio de todo. Sin ese adiós no hubiera conocido a Paty, a Paco, a Carlos, a Estefania, a Luis, ni Paco a Zully, ni Carlos a Elisa, ni Catalina a Paco y a Zully, ni Luis Javier a Carlos, a Elisa y a Catalina, ni todos ellos hubieran conocido la inmensidad de los atardeceres, de ese sol que se esconde, que se va despidiendo, que dice adiós, para mañana volver amanecer, mejor que hoy; eso es una garantía, porque del adiós nace el amor.

 

Escuchar Zona de Promesas mientras pensamos en el adiós, como antesala del amanecer. 

 

 

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